ANTONIO SOLER. «EL CAMINO DE LOS INGLESES».

Pequeño catálogo épico

Editorial Destino
350 páginas. 19,50 euros

“Aquellos años tan desdichados en los que fuimos tan felices” ... Sirve aún la cita, original de Alejandro Dumas y utilizada por el malagueño Antonio Soler para encabezar la que es por ahora su mejor novela, «Las bailarinas muertas», como perfecta invitación para este «El camino de los Ingleses» recién distinguido, en una decisión con mucho de correcta y un tanto de indolente, con el Premio Nadal 2004. Sirve la cita, primero, porque resume como pocas el universo favorito del autor: ese tiempo indefinido en el que se tambalean las inocencias, ese espacio fronterizo, por edad y por historia, en el que cuajan o mueren las identidades y que Soler ha venido recreando con su habitual elegancia mediante los muchos adolescentes, reales y metafóricos, que pueblan sus novelas. Sirve también, además, por la tradición a la que apela, esa tradición del narrador puro, uno de cuyos padres fue Dumas, en la que no es difícil situar a ese atleta apasionado por el músculo narrativo que es Soler. Y sirve en fin, o serviría, porque pocas como sus diez palabras subliman la extraña experiencia que es recorrer «El camino de los Ingleses», una obra feliz en pulso, ritmo, trabajo de personajes y capacidad de sugestión, feliz ante todo, y mucho, en ese estilo marca de la casa que tan caro es al autor; y una obra a la vez de felicidad estática, recurrente, cuyas desdichas, las propias de toda pérdida de la inocencia, proyectan los ecos menos dichosos de un autor ya en riesgo de anclarse en su pericia.

Sabiamente Dumas, con todo, recuerda la evidencia: se puede ser feliz aun con desdicha. De ahí que Soler, de nuevo voz y poso, haga olvidar al lector que lo ha leído, haga olvidar incluso que se acuerda, y lo sumerja con destreza en las andanzas de un grupo de amigos y conocidos que tratan de resistirse, sin saberlo, a ese último verano adolescente que los conduce a su destino. Ya desde el primer párrafo, con su evocación de un poeta que no escribió ningún verso, su piscina desde cuyo trampolín saltaba un enano con ojos de terciopelo y su hombre al que una noche se llevaron las nubes, Soler anuncia la que será su baza preferida: el recuerdo, la crónica, el retrato de la grandeza de unas pequeñas historias que nacen y mueren en ese instante en el que todo futuro es sólo el futuro de un pasado. Y así, extraviados en un camino que podría ser el malagueño de Antequera pero que Soler ha rebautizado simbólicamente como el camino de los Ingleses, una docena de espléndidos personajes empiezan a desnudarse gracias a la memoria de un narrador anónimo, ya adulto, que veintitrés años después de haber sido testigo de los hechos trata de hacer en Flandes recuento de nostalgias. Es su relato, como lo era el de ese hermano casi idéntico que recibía una danza de cartas en «Las bailarinas muertas», el relato de los ojos del tiempo y la distancia, el relato de ese narrador, autor y personaje, que puede cuadrar las cuentas porque a toro pasado no hay ficción ni realidad que se resistan.

Su crónica veraniega, plagada de anticipaciones teñidas de melancolía, es sin embargo una crónica de pequeñas épicas. Porque hay épica, sí, toda la que ha llevado a vincular a Soler con ciertos modelos de la picaresca ,-del Lazarillo a Marsé, todos familia literaria del malagueño-, en la historia de Miguelito Dávila, su riñón extirpado y su decisión de seguir a Dante hasta el infierno de los sueños rotos, dividido entre esa Luli Gigante bailarina y esa Señorita del Casco Cartaginés que acaban siendo dos Beatrices de la mente y el corazón; y hay épica en la historia del golfo Arnadeo Nunni el Babirusa, cuyo padre desapareció, tal vez aspirado por una tormenta, y cuya madre vive en Londres pisoteada por un camino de los ingleses que él jamás podrá aceptar; y la hay, claro, en su tía Fina, una Lana Turner de mercería, y en su abuelo, con un imperio de peladores de patatas y un sexo enorme huyendo bragueta arriba, y en el quinqui Rafi Ayala, que despellejaba gatos y se alzaba a pulso sobre la entrepierna, y en la Gorda de la Cala, en Paco Frontón, en el Carne, en el Corbata y en tantos otros personajes cuyo mero nombre sabe ya a magia por explorar.

Hay épica en todos ellos, épicas de pequeñas grandes historias con sus correspondientes dosis de sexo, violencia, ternura y dolor, y a las que sin embargo les resbala la ilación. Porque el lector, inocente, se deja seducir por la técnica incontestable de Soler, se arrastra incluso por esas perlas de magia con que el autor experimentado jalona su narración; pero al final intuye o comprende, ya perdida esa inocencia, que ha obtenido un obsequio algo mundano de un autor y una historia que podían obsequiarle un mundo. Agradecido, que no es poco, el lector cierra ya el libro feliz en su desdicha.

Ricard RUIZ GARZÓN