El último verano El camino de los Ingleses Asegura Caballero Bonald al comienzo de su Tiempo de guerras perdidas: «Las fronteras de la infancia suelen coincidir con las del verano». Antonio Soler ha elegido también un verano como tiempo histórico y a la vez metafórico, esta vez del paso de la adolescencia a la juventud. Un grupo de chicos y chicas en una ciudad que puede coincidir con Málaga viven en esta novela su verano fronterizo. El tiempo cronológico y el tempo literario se amoldan con precisa y continuada medición, de forma que lo que esta novela narra, por encima de sus distintas anécdotas, es la definitiva pérdida de la inocencia. Pasan muchas cosas, pero no pasa nada fundamental que no refiera a ese desgarro de la realidad, que con su manotazo firme acaba desmoronando las fantasías en que unos adolescentes se han refugiado, como huida de un contexto mediocre y de unas relaciones ásperas que apenas pueden conciliar con sus sueños. Adquieren dimensión de protagonistas los miedos, las incertidumbres sobre el futuro, la iniciación en el sexo, las rivalidades de pandilla, la crueldad de un microcosmos que les acaba imponiendo su competitiva ley. Sin concesiones Un buen escritor, y no tengo que decir a sus lectores lo buen escritor que Antonio Soler es, se muestra en sus opciones, también en los riesgos que asume con ellas. Un verano de jóvenes podría haber dado lugar a finas estampas líricas, de mediterráneos salinos, amores entre las dunas, y una nostalgia de fondo, con sonidos finales de acordeón en las lluvias septembrinas. No hay nada de esto, ni cabía esperarlo de este pedazo de escritor, empeñado en erigir una obra sin concesiones, ni fáciles escarceos o atajos comercialones. Hay aquí más vida que estampas y tanta literatura cuanto un paladar exigente pueda pedir. Lo que el lector va a encontrar en esta novela es un mundo con muchas crueldades, tantas como inocencias, presidido por un sentimiento de vacío, como si quisiera decirnos su narrador que la vida, cuando es verdadera, cuesta mucho sufrimiento en cada tránsito, especialmente en ése que da paso a la madurez, y que nada puede ser ya lo mismo cuando se despierta de un sueño. Una opción inteligente para la credibilidad es haber adoptado la primera persona narrativa, pero de un personaje testigo que no aparece como tal, no tiene nombre y nada se dice de él a largo de la novela, salvo al final, en que aparece vinculado al propio autor, por su reflexión hecha en el lugar de redacción de la obra, al Norte de Francia, como si Antonio Soler quisiese dotar de ese modo a su novela de un carácter testimonial. No precisa ser autobiográfica para resultar un formidable testimonio de un grupo de edad concreto en una ciudad de provincias en los años sesenta del pasado siglo. Un buen escritor define un estilo, posee un lenguaje que le es característico. Antonio Soler es de esa media docena de novelistas que llenan de calidad cuanto escriben, de tal forma que el lector adquiere conciencia de que aquello que está leyendo de ninguna forma puede ser escrito por otro. Esta novela es puro Antonio Soler, en su meticuloso cuidado de cada frase, en esa corporeidad de que dota a las fantasías, un tenue hilo que desvanece la contundencia del realismo y traza una red de asociaciones por la cual lo que sucede, que se ajusta a medidos pentagramas de amores, odios, celos, desarraigos, violencia o sexo, puede ser visto a contraluz, como si fuese menos importante lo externo, la anécdota contada, que la vivencia, esto es, la forma en que los personajes se instalan en su mundo y lo pueblan, lo hacen suyo y nuestro. El camino de los Ingleses es la más cervantina de las novelas escritas por Antonio Soler; porque en realidad los personajes viven de quimeras, se alimentan de ellas, y entregan al final la mueca de su desengaño. En un determinado momento leemos: «Escribe, no podemos renunciar a nuestros sueños, porque nuestros sueños somos nosotros, sólo somos eso» (página 178). Casi todos los protagonistas han disfrazado su mediocridad de ficciones: Fina Nunni, que se cree Lana Turner; José Rubirosa, el representante, con su proverbial labia de seductor de dependientas; la formidable Luli Gigante, en su paraíso de danzas; Miguelito Dávila, que lee e imita al Dante y sueña con aquélla, la cree su Beatriz, pensándose poeta; el Babirusa, que ha disfrazado con una fantasía el abandono sufrido por parte del padre; la Señorita del Casco Cartaginés, que parece salida del Amarcord de Fellini, oteando la costa africana y amando con imposible denuedo. Al singular ritmo de su prosa, plagada de hallazgos expresivos, añade Antonio Soler en esta novela ese soberbio dominio de personajes. Hacía tiempo que no veía en la novela española un cuadro de personajes dotado de tanta fuerza y tanta verdad. Habría que ir a Juan Marsé para encontrar vena semejante. Hay una docena de ellos que permanecerán en la retina de los lectores durante mucho tiempo. No todos son soñadores; los hay que viven su sórdida preñez naturalista, como la Gorda de la Cala o el enano Martínez. Obra de arte Es una novela en la que parece que no pasa nada, salvo un deambular desocupado día tras día de unos y otros por los aledaños de la miseria soñando sus glorias futuras o entregándose con fragor a sus conquistas y duelos. No hay una trama envolvente, de construcción novelística, que actúe de marco, porque habría resultado falsa; hay varias pequeñas tramas que van siguiendo el discurrir de cada uno de estos personajes en su aparentemente pequeño mundo, que tiene sin embargo, como obra de arte que es, la capacidad de representar mucho más, dotándolo de significación más alta, al narrar el último verano de la juventud. José María Pozuelo Yvancos ………………………………………………… Entramado invisible La singularidad de Antonio Soler como novelista es la de crear un mundo, que se sostiene por debajo de los sucesos como un entramado invisible. Se veía en sus anteriores novelas y llega a su más alta cota en El camino de los Ingleses. La pregunta puede formularse así: ¿Cómo contar una complejidad de sentimientos, deseos, sueños, y que éstos nazcan de los personajes mismos, no siendo sin embargo ellos quienes los cuentan? Esa autonomía de cada criatura, que va a su destino por su propio pie, siendo como es narrada desde fuera, exige mucha habilidad y solamente lo logran los escritores cuando han alcanzado la distancia necesaria y un tono de credibilidad que en esta novela resulta incontestable, soberbiamente logrado. La fortuna de Antonio Soler es haber huido, ya narre miserias, ya fantasías o frustraciones, del juicio de auto-narrado, pero al mismo tiempo ha evitado la neutralidad, como si su mirada, también en esto resulta cervantino, fuese comprensiva de cuanto resulta humano, sea cruel o sea hermoso. Como si el narrador fuese el diapasón en que cada alma de cada personaje resuena. Eso le obliga a ser plural en los registros, unas veces irónico, otras lírico, a menudo dramático. La novela alcanza a ser de ese modo un tejido de varios lazos que se va componiendo como una retícula, pero que tiene en su fondo, como en sordina, el entramado invisible que sostiene toda su verdad.-J.M.P.Y
|