LA SOLERA DE SOLER La narrativa del malagueño Antonio Soler ha ido bebiendo de una misma fragua literaria. La carnalidad verbal, la fragilidad del olvido, la ternura de sus personajes, los pozos negros y macabros de la condición humana ... Se recupera ahora una de sus primeras novelas donde ya aparecían las obsesiones del escritor. (LALE GONZÁLEZ) COMENTA Antonio Soler en sus entrevistas lo clara que tuvo siempre su vocación de escritor, cómo su rebeldía de juventud se concentró en este empeño, superando la tempestad de presiones familiares e internas desatada con su elección. Imaginamos los momentos de incertidumbre que debieron acompañar aquellos inicios, aguijoneándole mientras tecleaba con furia apestillado en una habitación de su Málaga natal, acuciado por un destino abisal que demostrarse a sí mismo. Qué no habría dado aquel joven por una bola de cristal que le aligerase el vértigo, regalándole la visión fugaz de ese futuro en ciernes aureolado por todos los premios posibles que pueda concebir un escritor en este país: premios de la Crítica y Herralde por Las bailarinas muertas (1996), premio Primavera de novela por El nombre que ahora digo (1999), y el más reciente Nadal por El camino de los ingleses (2004). Ahí es nada. Por suerte, el porvenir no tiene ventanas a las que podamos asomamos, las cuales arruinarían la necesaria ceguera con la que las personas debemos encarar lo que seremos sin más brújula que un instinto natural más o menos poderoso. El miedo y la angustia, por otra parte, han demostrado ser fructíferas simientes literarias. Para quien nunca haya leído nada del escritor malagueño, ninguna oportunidad mejor que esta primera obra suya reeditada por Destino, que recibió en 1986 el Premio Ateneo de Valladolid y que sale de nuevo a la luz al cabo de veinte años para compensar la débil difusión que tuvo entonces. Se trata ésta de una novela corta que ha superado el infalible control de calidad que supone el paso del tiempo y que constituye el anticipo del universo literario del Soler con más solera, el muestrario en miniatura de las que serán las constantes temáticas de sus trabajos posteriores. Lo que desarrollará el autor más adelante está esbozado ya en estas ciento veintiséis páginas, nos atrevemos a decir que incluso en las dos palabras del título: el pesimismo, la desilusión, la soledad, la pérdida, el vacío, todo aquello que si se pudiese plasmar en colores convergería en el negro. La añoranza, al igual que en Las bailarinas muertas y en El camino de los ingleses, aparece también en esta primera novela, en plano onírico o encamada en el contoneo de una mujer insinuante y desdeñosa. El argumento arranca con unas columnas recuperadas de las páginas de sucesos, y con el reencuentro del Bala, narrador de la historia, con Simón, un enano que perteneció a la troupe circense en la que ambos trabajaron seis años atrás y que acabó disolviéndose a raíz de unos hechos ocurridos entonces, cuando los artistas se vieron involucrados en el ocultamiento de dos cadáveres. La intriga, interesante y magistralmente sostenida por un narrador consciente de la subjetividad de la memoria, no acapara el mérito del libro. Más bien reside éste en la indagación, en la manera en que se activan los resortes del primitivismo que nos habita, que sólo se mantiene a raya mientras no exista el detonante apropiado que le lleve a manifestarse. Muestra de ello son las escalofriantes escenas que se suceden una vez que los miembros del circo acuerdan la estrategia para deshacerse de los cadáveres. Tan increíbles son las iniciativas de la maldad que lo verdaderamente asombroso que deberían ser las proezas artísticas de domadores, enanos y trapecistas quedan, en comparación, en segundo plano. Otro tema recurrente en Antonio Soler, el de la fragilidad del olvido, aparece en La noche reflejado en la actitud del narrador ante los hechos que rememora, mostrando cómo el pasado nos sigue rozando por más que nos obstinemos en desaguarlo por el sumidero de la voluntad. No hay escape posible a lo que somos y a lo que hemos vivido: la posibilidad de liberación, personificada en esta historia en la trapecista Analía, pende como ella a muchos metros del suelo, danzando en las alturas en un vuelo privado al que pocos tienen acceso. Quizá en ésta, al ser novela corta e ir más necesitada de síntesis y efectismo, se aprecie más que en otros trabajos de Soler su prodigioso domino de la plasticidad. Casi podemos ver los colores, sentir la brisa nocturna, oler la lluvia y escuchar los pasos del taciturno Bala sobre la grava del descampado donde se estacionan los carromatos. Tal vez por ello no hayan podido resistirse los editores a intercalar las magníficas ilustraciones de Riki Blanco, el cual ha sabido captar a la perfección el estado de ánimo del narrador. Las descripciones de miradas y de gestos, abordadas con la poética brillantez que caracteriza a este autor, parecen trascender el relato perdurando más allá de la letra impresa, como fotografías o imágenes congeladas en el tiempo. Esto, aparentemente anecdótico, es reflejo de coherencia narrativa: lo visual desempeña un papel importante en La noche porque el mundo que se nos revela está mediatizado por la percepción sensorial del Bala, un hombre sordo. Es probable que esta primera novela sepa a poco a los incondicionales de Soler pero convendrán que sigue siendo, pese a algunos perdonables peros atribuibles al debut, una historia espléndidamente contada y una clase práctica de lo que debe ser una novela corta. Felicitamos además al autor porque, desestimando el oficio adquirido con los años, ha resistido la tentación de superarse, dejando su relato tal cual fue, sin querer mejorarle una coma .•
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