EL ÚLTIMO ANTONIO SOLER
………………………………….
LA MUERTE Y SU LINTERNA
………………………………….
EL SUEÑO DEL CAIMÁN
DESTINO, BARCELONA. 2006
198 PÁGINAS. 19.50 EUROS
……………………………………
JOSÉ MARíA POZUELO YVANCOS

Antonio Soler parece decidido a subir en cada novela un peldaño en su exigente trayectoria de escritor. El sueño del caimán es una novela soberbia, frente a la que sus seguidores que no suelen verse defraudados, tendrán que adaptarse a un cambio de estilo narrativo. Considero que ése es un primer valor de esta obra: logra ser buena siendo distinta. Lejos de verle dormir en sus laureles, observamos una indagación del autor por nuevos caminos estilísticos.

Esta novela viene dominada por la concentración por la densidad. Tiene un encomiable laconismo, derivado tanto de una trama muy unitaria que no se concede digresiones (y cuando lo hace una vez, como veremos, no acierta) como de un fraseo muy austero, dotado de estupendas imágenes, que en. esta ocasión han reducido al mínimo el que era el territorio poético de su frase, prendida en anteriores entregas a amplificaciones y brillantez rítmica, aquí más moderadas.

Está narrada en primera persona por un español recepcionista de un hotel de Toronto que, a punto de jubilarse, rememora toda su vida y en especial el fracaso de su existencia derivado de la cárcel sufrida en el franquismo, una vez su grupo de resistentes, entre los que había viejos brigadistas internacionales, fue capturado cuando se proponía hacer saltar un polvorín. Todo se origina por la delación de un tal Bielsa.

EL AMIGO TRAIDOR. La casualidad de la visita del propio Bielsa a ese hotel de Toronto, cuarenta años después, para recibir un homenaje de los brigadistas ajenos a su felonía, actúa como dispositivo de arranque de la novela, y permite al narrador ejecutar una imaginaria y bien lograda contemplación del viejo y traidor amigo, aquejado de su culpa. El narrador emprende partir de este encuentro (que solamente él reconoce) la formidable bajada al abismo de su propia soledad, al desasistimiento de su vida, definitivamente rota, y combina desde entonces, sin que la novela los separe en capítulos distintos, la narración de su presente, en la anodina vida de la ciudad canadiense, con las muchas retrospectivas en que se va componiendo la vieja historia de aquella traición. Esa opción narrativa de ir dando sin solución de continuidad el pasado y el presente, y dejar que sea el lector el que vaya componiendo el mosaico de los hechos, me ha parecido una decisión muy sabia, porque permite que la ruptura de la linealidad de los recuerdos y de la vida presente no sea arbitraria sino que fuerza al lector a trazar su contigüidad, su sentido de trama, que es la que justifica el desencanto vital del protagonista, sumido en una inmensa tristeza proyectada sobre el paisaje urbano de Toranto.

Por eso la novela, que en su trama histórica vuelve sobre episodios que otros muchos novelistas están resolviendo de modo notable (el último Premio Nadal, Llámame Brooklyn, o antes el Martínez de Pisón de Enterrar a los muertos), incorpora a esa temática histórico-política un acento propio, vinculado a esta capacidad de decir simbólicamente la tristeza, la soledad, la vaciedad de la vida arrumbada en el arcén, irremediablemente perdida por quienes tuvieron altos sueños de juventud transformadora. Tampoco pasa desapercibida la lección de distancia entre lo heroico mitificado y lo verdadero.

DERROTERO INTERNO. El universo de Soler, que se tiñe comúnmente de un pesimismo vital muy característico, obtiene aquí la figuración universalizadora de su anécdota. Al final, aunque los motores externos sean episodios de la Guerra Civil, la novela discurre por un soberbio derrotero interno, cifrado en la soledad y la pérdida de la vida, cuando el azar ha llevado al protagonista a enfrentarse a la vaciedad de su propia existencia ya la duda sobre las verdaderas razones de los protagonistas de aquella historia heroica.

Otro de los cambios de estilo de los que la novela se beneficia es la obtención de una lacónica capacidad reflexiva, en fogonazos de una irrepetible calidad. Fuera ya de su fraseo concentrado, dotado de una excelente capacidad imaginativa, hay que decir que la novela alcanza en ciertos pasajes cimas muy altas, como en general ocurre en el capítulo que comienza en página 65, dedicado a pulsar la muerte a perdigonazos, por la noche, de los pájaros alumbrados por una linterna. Son páginas de una eficacia metonímica soberbia, que ha adelantado al comienzo (pág. 33), y que anuncia el que habrá de ser el desenlace.

Soler demuestra en esta habilidad para la significación simbólica (como también la imagen del caimán o los tránsitos por la ciudad) que es un escritor de los buenos, de ésos que escriben inspirados, o que logran transmitir un sentido de necesidad para aquello que escriben. Por eso mismo el excurso de los asesinatos de chicas que van sucediendo en la nieve actúa como un pegote menos afortunado, que se resuelve de modo puramente adherido a la trama, y totalmente suprimible. Aunque tal detalle sólo empaña un poco la que me parece estar entre las mejores suyas. Léala el amante de la buena literatura, seguro que disfrutará.