LAS BAILARINAS MUERTAS, de Antonio Soler Anagrama, Barcelona, 1996, 256 págs. Pocas veces me ha ocurrido lo que ahora quisiera contarles, y digo pocas porque exigencias de la actualidad hacen aventurar opiniones que más tarde uno hubiera deseado retocar siempre con el fin de hacer justicia a unas páginas y a su autor. El caso es que desde que acabé -devoré-la penúltima novela de este malagueño, Los héroes de la frontera, no hice sino esperar con ansiedad el siguiente de sus pasos. Por suerte para todos, más de uno confirmó lo que yo presagiaba, y era que nos encontrábamos ante uno de los narradores con mayor capacidad artística convicción estética y arriesgado ingenio de cuantos se han jaleado en los últimos años. Esa confirmación vino avalada con la consecución del Premio Herralde de Novela. Para alegría propia (la de su autor) y ajena (la mía entre ellas), Las bailarinas muertas logró obtener al año siguiente el Premio de la Crítica 1997, que se viene a sumar a otros importantes reconocimientos por sus obras anteriores, los relatos de Extranjeros en la noche, la novela Modelo de pasión o la ya mencionada Los héroes de la frontera. Lo cierto es que han debido pasar varios meses hasta que por fin me he decidido a escribir estas líneas. Lo que ha conseguido Antonio Soler en estas páginas ha sido la concepción de un microcosmos a partir de elementos fácilmente reconocibles y aun así sorprendentes: la impresión de desoladora existencia en el Paralelo barcelonés, observada en la distancia por un niño de provincias -el narrador que lo fue. El niño revive, con un desgarro no exento de lirismo, los días en que su hermano decidiera dejar el pueblo para iniciar una ”exitosa” carrera artística en un cabaret barcelonés; y todo sin otro material que las cartas y fotografías que este envía con absoluta puntualidad a su familia desde ese supuesto paraíso. Poco importa saber que el artista es en realidad el hermano del autor, ni tampoco que Antonio Soler haya facilitado la fotografía que sirve de portada al libro, aunque sospecho que sí tiene mucho que ver con la personal concepción de! hecho narrativo del propio Soler. Las bailarinas muertas es ejemplar en cuanto al manejo de los recursos estilísticos y procedimientos narrativos. Eso es fácilmente observable ya desde sus párrafos iniciales, cuando el narrador presenta una escena que conecta con su relato recurriendo a la memoria sensitiva (vista y oído) para ir retomando esa primera imagen -la de la muestra adjunta- en sucesivas ocasiones; en otras será el recuerdo de un gusto (el flan Mandarín) e! que sirva como propulsor de su historia, y en no pocas se servirá de elementos definidores de una época: referencias cinematográficas (Mujercitas o Sansón y Dalila) y lecturas (El Capitán Trueno o El Teniente Negro). A menudo, el relato se ralentiza, o bien acaba sorprendiendo al lector con mecanismos de narración simultánea que logran ese intencionado efecto arrollador y, desde luego, muy efectivo, como lo es a su vez la combinación de pasajes eminentemente líricos con los de naturaleza dramática. Por eso y por otras cosas, Las bailarinas muertas debe ubicarse entre las pocas novelas destinadas a formar parte de la literatura escrita con mayúsculas, esa que nada entiende de fronteras. “ Y yo , al oír cómo mi madre les leía en voz alta la carta da mi padre y a mi hermana, ya con la imagen de Tatín y de la bailarina al caer con su biquini y su malla de pedrería metidos en la cabeza, me fui delante del chinero y mirí la fotografía de Lilí. Pensé en la de días que habíamos comido en presencia de su retrato sin saber que ella había muerto, y pensé que la foto de Lilí era como esas estrellas que se mueren en los rincones del universo y que nos siguen alumbrando cuando ya no existen.(pág.70)”. ENRIQUE TURPIN |