EL HOMBRE QUE AHORA DIGO

Esta es la cuarta novela de Antonio Soler (Málaga 1956), y es de esperar que disipe cualquier duda acerca de sus virtudes como narrador. Se confirma aquí lo que en su obra anterior, Las bailarinas muertas (1996), era ya evidente: Antonio Soler se sitúa entre esa media docena escasa de escritores que no han llegado a los cincuenta años y que permiten aguardar con esperanza el futuro inmediato de nuestra novelística, demasiado lastrada por valores fugaces que brotan aureolados de destellos para desaparecer poco después por escotillón corno huéspedes de temporada. Antonio Soler es un magnífico escritor, y El nombre que ahora digo una espléndida novela, que destacará -no resulta arriesgado vaticinarlo- como una de las mejores de este año. Conviene dejar las cosas claras desde el principio.

Con una técnica de reconstrucción apoyada en la memoria y muy similar a los mecanismos novelescos puestos ya en práctica con eficaz resultado en Las bailarinas muertas, se narran aquí las actividades de un pequeño destacamento del ejército republicano encargado, durante la guerra civil española, de organizar espectáculos para los soldados que luchan en el frente. La agudización de la contienda acabará por arrasarlos a la línea de fuego, y desde la batalla del Ebro hasta el final de la guerra vivirán un calvario de muerte y destrucción. Pero El nombre que ahora digo no es primordialmente una novela sobre la guerra, aunque ésta se halle presente, con sus manifestaciones más crueles e irracionales, en el fondo de las acciones, siempre como algo distante, inexplicable y oscuro, condicionando la conducta y destino de los personajes. Los combatientes acaban siendo marionetas que reciben órdenes incomprensibles y que carecen de una perspectiva global de los hechos, no seres ambiciosos y sin escrúpulos que tratan de pescar a do trance en río revuelto. Antes que nada, El nombre que ahora digo es una novela de personajes, todos ellos delineados con minuciosidad: el jovencísimo Gustavo Sintoro, que descubre en medio de la guerra el arrebato desconocido de un amor que marcará su vida; el sargento Solé Vera, o el capitán Villegas, ejemplos de dignidad moral; Ansaura, el Gitano, obsesionado por la esposa ausente; Enrique Montoya, capaz de ofrendar su propia vida por amistad; Doblas, sombra fraterna del sargento; el mago Pérez Estrada -cuyo nombre parece un guiño deliberado del autor-, la Ferrallista, Corrons y algunos otros tipos perduran en la memoria del lector, bien definidos y caracterizados por su habla o sus tics lingüísticos -Paco textil, Montoya-, por sus rasgos físicos más relevantes, reiterados de vez en cuando -Doblas, el cura Anselmo Quintana, Salomé Quesada- o incluso por sus caracteres cromáticos -Serena Vergara-, por sus obsesiones ... Hay ejemplos de amistad inquebrantable -Solé Vera y Doblas- y destacadas historias de amor zarandeadas por el viento trágico de la guerra: fundamentalmente, la de Sintoro y Serena, narrada con admirable sutileza, pero también otras igualmente sometidas a la adversidad: Montoya y la Ferrallista, Villegas y Salomé, Ansaura y la esposa añorada y distante. Porque la guerra es sobretodo, el símbolo de la destrucción, sea de Vidas, de ilusiones o de proyectos.

El narrador que da cuenta de los hechos, muchos años después de sucedidos, es el hijo del sargento Solé Vera, y se basa esencialmente en los cuadernos escritos por Gustavo Sintoro, en parte durante la guerra y en parte algún tiempo más tarde y de los que se reproducen numerosos fragmentos en cursiva. Se trata, así, de ofrecer una doble perspectiva: la de quién vivió personalmente los sucesos narrados y la del historiador que, sirviéndose de ese testimonio y de otras probables informaciones orales -no olvidemos que es hijo del sargento Solé Vera, hilvana y ordena la narración. Si se prefiere, el significado último de este planteamiento podría enunciarse así: como el historiador, el escritor se apoya en hechos o en experiencias ajenas, no vividas personalmente, y las transforma en relatos, esto es, les confiere cohesión y de forma narrativa. La escisión entre ambos narradores tiene su reflejo más sutil en el lenguaje, que en el caso de Sintoro ofrece, como es propio del sujeto de la historia relatada, fragmentos hondamente poemáticos y acuñaciones inesperadas: “La voz tenía un peso de tristeza y los ojos(...) también tenían sombras y sótanos y oscuridad” (pág.34); “me gustaba conducir con las luces encendidas, cortando la noche con la navaja blanda de los faros” (pág.80);de noche. "las lenguas eran un animal dormido en la cueva oscura de las bocas y las bocas túneles tapados por el sueño (pág.115). Pero ambos discursos revelan la presencia de un escritor de fuste, que encuentra con facilidad formulaciones nuevas -"voz de sarcófago" (pág.32), "el sonido blando de los pobres" (pág.38) , "voz aguada" (pág. 69), etc- y que compone escenas de extraordinaria brillantez narrativa, como la muerte del Textil (pág. 134) y las páginas dedicadas a la batalla del Ebro o al último afanoso viaje de Ansaura, el Gitano. En estos y en otros momentos, la perfección del lenguaje y la dosificación del ritmo narrativo logran despertar en el lector un sentimiento poco frecuente: la solidaridad emocionada con un puñado de seres de ficción. He ahí una prueba indiscutible que acredita la presencia de un narrador de buena ley, con todas las condiciones necesarias para crear mundos propios que contribuyan a ensanchar el de cada lector.

Ricardo SENABRE